UNA EXPERIENCIA TERAPÉUTICA

de ANA LACALLE FERNÁNDEZ

 

Iniciamos el escrito aclarando que cuanto se explica aquí no tiene ninguna pretensión académica, sino que es fruto de la experiencia propia terapéutica como paciente. El hecho de redactarlo en tercera persona, y por lo tanto como si fuese algo ajeno, responde a la voluntad de mantener cierta distancia con lo narrado, para que se mantenga un tono lo más aséptico posible, que es lo que puede resultar valioso para los que ejercen de terapeutas. Esto es así, porque van a escuchar una voz, como podría haber muchas, pero alguna voz, al fin y al cabo, de alguien que lleva muchos años en tratamiento y que ha experimentado una mejora sustantiva.  Así, tanto la introducción como el análisis de la propia experiencia intenta mantener esta apariencia de objetividad —que como sabemos no es tal—

La psicología clínica se ha ocupado en los últimos años, sobre todo a nivel teórico, de los denominados trastornos de personalidad, que se han entendido como estructuras permanentes del sujeto que solo le permiten aplicar determinados patrones de conducta -derivados de su interiorización del entorno y seguramente de su propia genética- que producen un sufrimiento excesivo por desadaptación del individuo, por un lado, y otro porque su funcionamiento intrapsíquico le ha proporcionado una percepción amenazadora de lo externo.

Desde las distintas escuelas psicológicas se ha intentado desarrollar una gnoseología y una práctica clínica que se ajustaran al máximo a los trastornos de personalidad, a fin de lograr una mejora significativa que permitiera a los individuos alcanzar una mayor salud mental. La diversidad de trastornos de la personalidad ha exigido a los profesionales, investigaciones acotadas que estuviesen orientadas a las particularidades de cada uno de esos trastornos de etiología y sintomatología muy diferentes. Quizás, uno de los prejuicios que han restringido la mirada de los clínicos ha sido la pretensión de algunos de que la psicología debe alcanzar la rigurosidad y el grado provisional de certeza de ciencias que nada tienen que ver entre sí, ni en su objeto de estudio, ni por lo tanto en su metodología y en la naturaleza de sus conclusiones.

Suponiendo que, este último escollo mencionado, estuviese superado por la mayoría de las corrientes psicológicas, nos encontramos con otros que presuponen la validez de determinados prejuicios en relación con lo que constituye la salud o la enfermedad mental.

No es posible manejar conceptos sobre enfermedad mental que no contengan implícito una noción de normalidad, y, por ende, de patología. Nociones que están orientadas a la adaptación o conformación del individuo con unas normas sociales y unos patrones culturales. Respecto de esto, que estoy mencionando, indagó mediante una historia de la locura Foucault, aportando nuevas maneras de interpretar y construir el saber que marcó su época y la posterior. No es ni de lejos mi pretensión entrar en los análisis del psicólogo o filósofo francés que, quiera o no, estarán implícitos en el acervo cultural desde el cual escribo.

Considerando que el término normalidad proviene de norma, es comprensible que lo normal es lo que se ajusta a la norma, y a su vez esta tiene como fin establecer el umbral que separa las conductas normales de las anormales o, en psicología clínica, patológicas. Desde este punto de vista la psicología no deja de ser, como la educación, una herramienta de conformidad de la conducta del individuo al sistema. No obstante, entiendo que aún siendo, en cierta manera así, existe un aspecto personal e individual que aborda la psicología y que hace referencia al sufrimiento del sujeto. Siendo cierto que todos sufrimos más o menos, hay individuos cuyo padecimiento les desborda, los paraliza y no les permite vivir de manera mínimamente satisfactoria, más allá de que su conducta sea normativa.

Bien, la cuestión que deseamos abordar es ¿qué hay de las personas que padecen lo que llamamos trastornos de la personalidad? ¿cómo se perciben ellos? ¿qué piensan de las diferentes terapias? Es decir, queremos afronta la cuestión desde el lado del paciente o sufriente, no desde las teorías psicológicas que son las que tienen voz y voto habitualmente. La construcción, de un NosOtros, exige la escucha activa, y en este caso aquello que tienen que decir y aportar los individuos que experimentan estas terapias, no como meros elementos receptivos, sino como copartícipes de esos tratamientos que de nada servirían sin la actitud y la voluntad de los pacientes.

Recordemos que lo expuesto hasta ahora hace referencia a los trastornos de personalidad, no a otras categorías diagnósticas que utiliza la psicología. Y, además, en concreto nos centraremos en el trastorno límite de la personalidad.

Este trastorno —para los neófitos a partir de ahora TLP— se caracteriza a grandes rasgos por una inestabilidad emocional que repercute en las relaciones con los otros y en el estado de ánimo del individuo, una impulsividad que puede cursar con agresividad hacia los otros o a uno mismo, una baja autoestima y un sentimiento crónico de vacío. He querido destacar los rasgos que siendo genéricos incluyen otros que aparecen en el DMS-V como criterios diagnósticos. Dicho, en otros términos, usando terminología psicoanalítica, quien padece este trastorno oscila desde un estado psicótico a uno neurótico. A mayor incursión en la neurosis más normalizada será la conducta del individuo porque los mecanismos de defensa del yo serán los que la gran mayoría usa para adaptarse; mientras que contra más tienda a estados psicóticos más gravedad adquiere el cuadro psicológico.

Aunque parece haber un consenso de que la terapia más eficaz es la dialéctico-conductual, lo que se pretende mostrar aquí es que la terapia psicoanalítica es también, a más largo plazo una forma adecuada de intervención, sobre todo, cuando el sujeto posee una serie de características que le dificultan adaptarse a la terapia anteriormente mencionada.

¿Qué pacientes son susceptibles de mejorar su calidad de vida mediante la terapia psicoanalítica? De entrada, podríamos decir que aquellos que por su actitud reflexiva y de profundización en cuanto les rodea, tan solo sienten que avanzan con la comprensión sobre las causas de sus síntomas —que obviamente son únicos, aunque puedan establecerse algunos patrones comunes—. También es cierto que, hoy en día, el uso de un tipo de terapia en estado puro no es lo habitual, sino que habiendo un paradigma terapéutico predominante puede recurrirse a otras prácticas que en un momento determinado el terapeuta pueda considerar pertinentes, o incluso parezca reclamar el propio paciente —entre estas podríamos citar el hecho de que ante un fumador compulsivo que ve perjudicada su salud, el terapeuta le proponga anotar cada cigarrillo que fuma, a fin de que la consciencia de en qué momentos y si podría o no prescindir del cigarro, le ayuden de entrada a disminuir el consumo. Como vemos este recurso no es en absoluto propio de un tratamiento psicoanalítico y seguro que despertaría críticas. Cabe decir que esta dinámica acaba asumiéndola el paciente y el terapeuta deja con el tiempo de intervenir, sabiendo que el consumo de esa sustancia, aunque no se haya eliminado ha disminuido notablemente —

A pesar de que en la actualidad —y tal vez en sintonía con la sociedad de la premura y de la liquidez— las terapias suelen ser breves, máximo un par de años, parece razonable afirmar que un trastorno límite no tiene un periodo terapéutico de tiempo preestablecido, y que, es más, suele requerir de años de tratamiento para que se produzca un cambio significativo en la estructura más profunda del individuo, que en el fondo consiste en el modo de sentir cuanto proviene del exterior y a sí mismo. Pensemos que son personas que han sufrido algún tipo de maltrato y que su capacidad de confiar en los demás se ha visto muy mermada, tienen dificultades en interiorizar los cambios hasta el punto de que aparentemente los motivos de desestabilización y recaídas se van repitiendo, sin que a simple vista se perciba cambio alguno. Sin embargo, sí se producen cambios de una crisis a otra, pero a veces tan nimios, aunque a su vez tan relevantes, que la tarea del terapeuta es apercibirse y ayudar al paciente a que los identifique. Esto contribuye a la adherencia del sujeto al tratamiento y a fortalecer la creencia de que, aunque sea lentamente, el interior del sujeto va percibiendo el mundo y a sí mismo de forma algo diferente. 

Las terapias psicoanalíticas con TLP, son un reto para el terapeuta, a la vez que un periodo de sufrimiento para el paciente porque el objetivo es atender a la raíz del problema. Esto se ve especialmente manifestado en la transferencia y la contratransferencia. Dicho de forma simple en lo que el paciente proyecta o traslada de sus experiencias con las figuras más primarias en la persona del terapeuta, con el convencimiento de que esos desprecios, esas actitudes provienes del terapeuta como persona; y por otro lado en la contratransferencia, aquello que las reacciones o intervenciones del paciente despiertan en el terapeuta a partir de la propia experiencia intrapsíquica de este. Tanto uno como otro son materiales privilegiados para la interpretación y comprensión de lo que sucede en la sesión —que es, a menudo, una trasposición de lo que sucede en la vida del paciente—, y, por ende, de las dificultades que experimenta con mucho sufrimiento el sujeto. No obstante, deben ser usadas con sumo cuidado, porque a veces la inercia habitual es interpretarlo todo bajo estos parámetros y ciertamente no es así. Pondremos un ejemplo —real— de una experiencia de este tipo.

Un terapeuta rígido en el establecimiento del setting o encuadre terapéutico y que muestra una actitud autoritaria y poco transigente, puede provocar una transferencia en el paciente que impida el desarrollo fluido de la terapia, porque el propio terapeuta está recordando al paciente la forma paterna de actuación. Es decir, no es una proyección del paciente, sino casi una provocación del terapeuta, que genera en el paciente la impresión de haber tropezado de nuevo con su padre, no porque él esté proyectando lo interiorizado, aunque, de facto, no suceda así, sino porque el terapeuta no deja margen a otro tipo de transferencia, sino que la está condicionado en impidiendo que fluya espontáneamente lo que subyace en el inconsciente del paciente. En este caso, puede ser que el paciente haya tenido esa experiencia con las figuras parentales, o puede ser que no, pero en cualquier caso solo puede percibir al terapeuta de la manera en la que se muestra ostentosamente, devastando la supuesta neutralidad del terapeuta, a pesar de que él considere que es con esa rigidez que conseguirá mantenerla.

Siguiendo con el ejemplo, no solo desvirtúa la transferencia, sino que puede provocar reacciones agresivas y desatar un pulso con el terapeuta porque se ha sentido desafiado. Su reacción en la situación terapéutica tiene más que ver con la manera de proceder del terapeuta, que con las dificultades reales del paciente.

Este no es el único escollo para superar y a vigilar por parte del terapeuta. En los tratamientos con TLP su pánico a ser abandonados crea una situación de dependencia respecto del terapeuta que el paciente no es capaz de diferenciar de la persona que hay detrás del clínico, con lo cual la dificultad de aproximar lo que racionalmente pueden ver los pacientes que llevan más tiempo de tratamiento con lo que sienten, que parece imposible de fusionar. Así ven, lo que no sienten, y esto les provoca una dicotomía que a menudo puede ser una proyección de experiencias polarizadas de su pasado. Este es otro de los retos que exigen tiempo, paciencia y poseer la finura de ir detectando esos pequeños cambios que se van produciendo en el interior del paciente, aunque a él pueda parecerle más de lo mismo.

Hay que tener muy presente que el TLP no suele presentarse solo, sino que hay comorbilidad importante con otros trastornos. Uno de ellos es la depresión mayor y la ansiedad persistente. Estos cuadros añadidos provocan una actitud pesimista y derrotista a la hora de reconocer la propia mejoría, y por otro lado una necesidad de notar con cierta prontitud algún signo de que la terapia sirve, lo cual podría disminuir la ansiedad y contrarrestar el cuadro depresivo.

Fijémonos ahora en una figura terapéutica que se muestra receptivo, muy tolerante, comprensivo y que es capaz de flexibilizar el encuadre cuando considera que eso puede beneficiar al paciente. Aunque al sujeto que padece TLP puede resultarle sospechoso encontrarse con alguien así —lo que en psicoanálisis clásico podría calificarse de un papel más maternal y benigno por parte del terapeuta—, y de hecho desconfíe de cualquier gesto beneficioso que el terapeuta tenga hacia él, lo cierto es que se dan las condiciones para que la transferencia tenga un significado no inducido y relevante, y, por lo tanto, que la contratransferencia no sea una batalla, sino un conjunto de emociones que se despiertan en el terapeuta a causa de la transferencia espontánea e inconsciente del paciente.

En síntesis, la actitud y la aptitud del terapeuta son cruciales junto con el coraje y la voluntad de afrontar las dificultades del paciente por mucho sufrimiento que el proceso comporte.

Otro aspecto que suele aparecer en relación con la corriente psicoanalítica es reticencia de dar al paciente un diagnóstico enmarcado en el DMS-V. Aunque ellos lo utilicen porque constituye la categorización homologada de comunicación entre profesionales de la clínica, acostumbran a trabajar con los pacientes desde aquello que constituyen sus síntomas, su malestar para retrotraerse, como en un ejercicio genealógico, e identificar las experiencias que han provocado el malestar y las conductas perjudiciales que presenta el paciente. Esta actitud es muy discutible. Tal vez, hace años, la etiqueta que se pudiera poner a un paciente lo estigmatizaba e incluso podía provocar que adoptase conductas que no eran propias, sino una asunción de la patología que se supone que padece. La estigmatización no ha desaparecido, y eso se sigue transmitiendo de formas más o menos explícitas mediante los medios de comunicación, las películas y las series. Ahora bien, una persona que ha adquirido conciencia de que actuaciones que ha llevado a cabo han sido de gran irresponsabilidad e incluso han dañado a otros, puede sentirse aliviado al saber que padece un trastorno de personalidad y que en consecuencia no es tan malvada o despreciable como se consideraba. Es relativamente responsable de muchas de las conductas que ha manifestado. Cierto es que en un TLP es un paso importante que asuma que lo suyo no es mala suerte en la vida, sino que lo ocurrido está en gran medida en conexión con las decisiones que ha ido tomando. Ahora bien, precisamente cuando la persona está en ese proceso de reconocimiento de la propia responsabilidad, el hecho de saber que tiene un diagnóstico psiquiátrico puede contribuir a desculpabilizarlo, disminuir el riesgo de autolesiones y de que se sienta en condiciones de asumir ese poder que tiene de conducir su vida; eso sí, admitiendo que necesita ayuda terapéutica para que eso acabe siendo posible.

El último aspecto que comentaremos es cómo lidiar con el apego inseguro que el paciente puede manifestar respecto del terapeuta. Fruto de la transferencia suele producirse una dependencia emocional de la figura del terapeuta que es sentido por el paciente como esa figura primaria que ha facilitado que este experimente un apego y una dependencia emocional, fases del desarrollo afectivo propias de la primera infancia. Las personas con TLP padecen una obsesión por evitar el abandono, debido como ya hemos comentado a patrones comunes, pero a experiencias siempre individualizadas. Una vez se ha afianzado la alianza terapéutica, puede verse contaminada con la transferencia que revista al objeto de apego como algo de lo que no es capaz de prescindir y que fantasee con ello como una tragedia. De hecho, la vivencia del paciente es durante mucho tiempo esa. Y la realidad es que la terapia debe tener un final, el cual debe servir precisamente para trabajar ese proceso de separación no angustiosa que fortalezca al paciente, viéndose capaz de poder prescindir de las muletas en las que se ha apoyado durante años. Mas, la cuestión no es nada sencilla. Si un paciente con TLP se siente capaz de sostener una separación de una figura tan significativa, como ha sido para él el terapeuta durante años, estamos en condiciones de decir que la mejora y la capacidad del sujeto para conducirse autónomamente en la vida se han realizado. Hay muchos pacientes que antes de atravesar ese árido desierto que es la finalización de la terapia, dejan de acudir a las sesiones o la zanjan abruptamente. Aprender a separarse debe indicar que aquel vacío profundo ya no lo es tanto, que ha incorporado experiencias reparadoras y que sus temores más angustiosos se han mitigado y es capaz de manejarlos.

Para finalizar, querríamos expresar la importancia de que haya terapeutas que se formen en el tratamiento de pacientes con TLP, como seguramente lo es respecto de otras patologías. En el caso del trastorno que hemos abordado el riesgo de intentos de autolisis y autoagresiones son importantes. Una sesión mal gestionada puede situar al paciente en una situación límite que le lleve a actuar esas ideaciones suicidas que son tan recurrentes en los TLP. Además, es importante que puedan hacerse sesiones puntuales con las familias, orientadas a facilitar la convivencia y a comprender que muchas de la conductas o reacciones no son simplemente mal carácter o que es un desagradecido, sino que forman parte de aquellos aspectos que aún no es capaz de controlar. Eso sí, estas sesiones deben llevarse a cabo con el consentimiento del paciente y ver junto con el terapeuta cuál es la mejor manera de llevarlas a cabo.

Hasta aquí la voz de una persona con TLP que, más allá de manifestar su malestar como testimonio, pretende ser una voz sosegada, reflexionada que pueda contribuir a buenas praxis en el campo de la terapia psicoanalítica.

Ana Lacalle Fernández, Madrid, 1964. Estudio Filosofía en la Universidad de Barcelona, mientras trabajo en el campo asociativo  y de la educación en el tiempo libre -como voluntaria y profesionalmente-, primero en las entidades sociales y más adelante en el departamento de juventud de la Generalidad. Al licenciarme  inicio el camino  como profesora de Filosofía en el colegio San Ignacio-Sarrià de la Fundación Jesuitas Educación, donde realizo trabajos de coordinación, tutoría y docencia, aprendiendo y disfrutando del arte de educar durante 23 años. Actualmente me dedico por completo a la actividad filosófica y literaria.